miércoles, noviembre 04, 2009



El Sacramento de la Sonrisa

Si yo tuviera que pedirle a Dios un don, un solo don, un regalo celeste, le pediría, creo que sin dudarlo, que me concediera el supremo arte de la sonrisa. Es lo que más envidio en algunas personas. Es, me parece, la cima de las expresiones humanas.
Hay, ya lo sé, sonrisas mentirosas, irónicas, despectivas y hasta ésas que en el teatro romántico llamaban «risas sardónicas». Son ésas de las que Shakespeare decía en una de sus comedias que «se puede matar con una sonrisa». Pero no es de ellas de las que estoy hablando. Es triste que hasta la sonrisa pueda pudrirse. Pero no vale la pena detenerse a hablar de la podredumbre.
Hablo más bien de las que surgen de un alma iluminada, ésas que son como la crestería de un relámpago en la noche, como lo que sentimos al ver correr a un corzo, como lo que produce en los oídos el correr del agua de una fuente en un bosque solitario, ésas que milagrosamente vemos surgir en el rostro de un niño de ocho meses y que algunos humanos -¡poquísimos!- consiguen conservar a lo largo de toda su vida.
Me parece que esa sonrisa es una de las pocas cosas que Adán y Eva lograron sacar del paraíso cuando les expulsaron y por eso cuando vemos un rostro que sabe sonreír tenemos la impresión de haber retornado por unos segundos al paraíso. Lo dice estupenda- mente Rosales cuando escribe que «es cierto que te puedes perder en alguna sonrisa como dentro de un bosque y es cierto que, tal vez, puedas vivir años y años sin regresar de una sonrisa». Debe de ser, por ello, muy fácil enamorarse de gentes o personas que posean una buena sonrisa. Y ¡qué afortunados quienes tienen un ser armado en cuyo rostro aparece con frecuencia ese fulgor maravilloso!
Pero la gran pregunta es, me parece, cómo se consigue una son- risa. ¿Es un puro don del cielo? ¿O se construye como una casa? Yo supongo que una mezcla de las dos cosas, pero con un predominio de la segunda. Una persona hermosa, un rostro limpio y puro tiene ya andado un buen camino para lograr una sonrisa fulgidora. Pero todos conocemos viejitos y viejitas con sonrisas fuera de serie. Tal vez las sonrisas mejores que yo haya conocido jamás las encontré precisamente en rostros de monjas ancianas: la madre Teresa de Calcuta y otras muchas menos conocidas.
Por eso yo diría que una buena sonrisa es más un arte que una herencia. Que es algo que hay que construir, pacientemente, laboriosamente.
¿Con qué? Con equilibrio interior, con paz en el alma, con un amor sin fronteras. La gente que ama mucho sonríe fácilmente. Porque la sonrisa es, ante todo, una gran fidelidad interior a sí mismos. Un amargado jamás sabrá sonreír. Menos un orgulloso.
Un arte que hay que practicar terca y constantemente. No haciendo muecas ante un espejo, porque el fruto de ese tipo de ensayos es la máscara y no la sonrisa. Aprender en la vida, dejando que la alegría interior vaya iluminando todo Cuanto a diario nos ocurre e imponiendo a cada una de nuestras palabras la obligación de no llegar a la boca sin haberse chapuzado antes en la sonrisa, lo mismo que obligamos a los niños a ducharse antes de salir de casa por la mañana.
Esto lo aprendí yo de un viejo profesor mío de oratoria. Un día nos dio la mejor de sus lecciones: fue cuando explicó que si teníamos que decir en un sermón o una conferencia algo desagradable para los oyentes, que no dejáramos de hacerlo, pero que nos obligáramos a nosotros mismos a decir todo lo desagradable sonriendo.
Aquel día aprendí yo algo que ha sido infinitamente útil: todo puede decirse. No hay verdades prohibidas. Lo que debe estar prohibido es decir la verdad con amargura, con afanes de herir. Cuando una sola de nuestras frases molesta a los oyentes (o lectores) no es porque ellos sean egoístas y no les guste oír la verdad, sino porque nosotros no hemos sabido decirla, porque no hemos tenido el amor suficiente a nuestro público como para pensar siete veces en la manera en la que les diríamos esa agria verdad, tal y como pensamos la manera de decir a un amigo que ha muerto su madre. La receta de poner a todos nuestros cócteles de palabras unas gotitas de humor sonriente suele ser infalible.
Y es que en toda sonrisa hay algo de transparencia de Dios, de la gran paz. Por eso me he atrevido a titular este comentario hablando de la sonrisa como de un sacramento. Porque es el signo visible de que nuestra alma está abierta de par en par.
Por Martín Descalzo

viernes, octubre 16, 2009


Nada de eso entre nosotros
Marcos 10, 35-45
Camino de Jerusalén, Jesús va advirtiendo a sus discípulos del destino doloroso que le espera a él y a los que sigan sus pasos. La inconsciencia de quienes lo acompañan es increíble. Todavía hoy se sigue repitiendo.
Santiago y Juan, los hijos del Zebedeo, se separan del grupo y se acercan ellos solos a Jesús. No necesitan de los demás. Quieren hacerse con los puestos más privilegiados y ser los primeros en el proyecto de Jesús, tal como ellos lo imaginan. Su petición no es una súplica sino una ridícula ambición: «Queremos que hagas lo que te vamos a pedir». Quieren que Jesús los ponga por encima de los demás.
Jesús parece sorprendido. «No saben lo que piden ». No le han entendido nada. Con paciencia grande los invita a que se pregunten si son capaces de compartir su destino doloroso. Cuando se enteran de lo que ocurre, los otros diez discípulos se llenan de indignación contra Santiago y Juan. También ellos tienen las mismas aspiraciones. La ambición los divide y enfrenta. La búsqueda de honores y protagonismos interesados rompen siempre la comunión de la comunidad cristiana. También hoy. ¿Qué puede haber más contrario a Jesús y a su proyecto de servir a la liberación de las gentes?
El hecho es tan grave que Jesús «los reúne » para dejar claro cuál es la actitud que ha de caracterizar siempre a sus seguidores. Conocen sobradamente cómo actúan los romanos, «jefes de los pueblos » y «grandes » de la tierra: tiranizan a las gentes, las someten y hacen sentir a todos el peso de su poder. Pues bien, «ustedes nada de eso».
Entre sus seguidores, todo ha de ser diferente: «El que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos». La grandeza no se mide por el poder que se tiene, el rango que se ocupa o los títulos que se ostentan. Quien ambiciona estas cosas, en la Iglesia de Jesús, no se hace más grande sino más insignificante y ridículo. En realidad, es un estorbo para promover el estilo de vida querido por el Crucificado. Le falta un rasgo básico para ser seguidor de Jesús.
En la Iglesia todos hemos de ser servidores. Nos hemos de colocar en la comunidad cristiana, no desde arriba, desde la superioridad, el poder o el protagonismo interesado, sino desde abajo, desde la disponibilidad, el servicio y la ayuda a los demás. Nuestro ejemplo es Jesús. No vivió nunca «para ser servido, sino para servir». Éste es el mejor y más admirable resumen de lo que fue él: SERVIR.
José Antonio Pagola
Sacerdote, teólogo

martes, octubre 13, 2009


«Dad limosna de lo de dentro y así lo tendréis limpio todo»


No podemos quedar satisfechos dando sólo dinero; el dinero no es suficiente pues se puede encontrar en otra parte. Los pobres tienen necesidad de nuestras manos para ser servidos, y de nuestros corazones para ser amados. La religión de Cristo es el amor, el contagio del amor.

Los que pueden llevar una vida cómoda sin duda que tienen sus razones. Pueden habérsela ganado con sus trabajos; yo sólo monto en cólera frente al despilfarro, los que echan a la basura lo que podría sernos de utilidad. La dificultad está en que, muy a menudo, los ricos e incluso la gente que vive cómodamente, no saben verdaderamente qué son los pobres; por eso podemos perdonarlos, porque el conocimiento sólo puede conducir al amor, y el amor al servicio. Es porque no les conocen que no se conmueven por ellos.

Por amor procuro dar a los pobres lo que los ricos no podrían obtener con dinero. Ciertamente, no tocaré a un leproso ni por un millón, pero lo cuidaré gustosamente por el amor de Dios.

Beata Teresa de Calcuta (1910-1997)

viernes, septiembre 18, 2009


Jn 20, 19-31. ¡La paz sea con vosotros!


Los discípulos estaban encerrados en la habitación superior de la casa por miedo a los judíos. Y Jesús aparece en medio y dice: ¡La paz sea con vosotros!, y ellos se llenaron de alegría.

Los discípulos se habían encerrado en la casa porque deseaban la paz. Deseaban la paz que es producto de la seguridad. Pensaban que podrían construir una paz basada en la exclusión de los enemigos. Su deseo era, sobre todo, sobrevivir. Pero irrumpe Jesús y les ofrece otra paz, que es su propia paz. ¡Mi paz os dejo, mi paz os doy! Todos deseamos la paz. Pero nosotros, como los discípulos, la buscamos cerrando las puertas y dejando fuera a aquellos que podían molestarnos. Es un frágil paz, pues nos obliga a estar siempre en guardia para repeler a quines puedan invadir nuestro castillo. Es una paz de muerte. Es la paz de las tumbas.

Ahora bien, sólo existe una paz que en definitiva nos puede satisfacer, la paz de Dios. Pero para conseguirla tenemos que arriesgarnos a abrirnos a los demás, ser heridos. Es la paz del vulnerable Cristo: ¡La paz esté con vosotros!, dijo Jesús, ¡Y les mostró sus manos y su costado!

La persona a la que dejamos fuera es Dios. Es Dios quien aguardará a irrumpir en nuestras vidas, par alterar nuestra agradable, tranquila paz de muertos. ¡Por mucho que cerremos las puertas y bloqueemos con barras las ventanas, Dios se las arreglará para entrar y ofrecernos su inquietante paz!

Cristo irrumpe en la habitación, donde nos hemos encerrado, de modos muy diversos. Viene a nosotros en aquel que golpea nuestra puerta para pedirnos nuestro tiempo. Viene a nosotros en el pobre que, como Cristo, nos muestra sus heridas. Viene Cristo en el joven que quiere cambiar nuestras vidas y en el anciano que necesita nuestros cuidados. Viene a nosotros en el extranjero, en el enfermos de sida...

Los discípulos habían echado la llave a la habitación por miedo: miedo a ser heridos, a ser perturbados, miedo al cambio. Y sobre todo por miedo al otro.

Cristo se aparece a los discípulos y les dice: ¡La paz sea con vosotros! y ellos se llenan de alegría. La buena nueva del evangelio de hoy es que por muchas barras y cerraduras que pongamos para mantener afuera a Dios, él entra en nuestras vidas y nos ofrece la paz. La paz que anhelamos y nos llena de alegría.

Regocijémonos con este regalo de Pascua, la paz propia de Dios. Paz que permite introducir al otro en nuestras vidas, que quita las barras y cerraduras que le mantienen fuera. Es el signo que nos permite abrir nuestras vidas al peligroso Dios. Nos invitará a dejar atrás la seguridad, la protección, y vivir con la vulnerabilidad propia de Cristo.

“El Oso y la Monja” - Resumen - Timothy Radcliffe

jueves, mayo 14, 2009

“¡He aquí al Hombre!” (Jn.19,5):
Hombre, “lleno de dolores,
todas sus carnes hechas pedazos
por lo mucho que os ama:
tanto padecer,
perseguido de unos,
escupido de otros,
negado de sus amigos,
desamparado de ellos,
sin nadie que vuelva por Él,
helado de frío,
puesto en tanta soledad,
que el uno con el otro
os podéis consolar”.

Camino, 26-5
Santa Teresa de Jesús (1515 -1582)

miércoles, abril 01, 2009


VII

Tengo miedo…
Tengo miedo de tener miedo a ver.
Y aun pido luz.
Pido luz para ver donde no hay luz,
Donde no quiero ver…

Tengo miedo.
Tengo miedo a estar apuntando con el dedo sólo hacia afuera.
Pido luz…
Pido luz para apuntar con mis ojos bien abiertos hacia mis adentros,
Enfrentar la mismísima oscuridad, sin reservas.

Tengo miedo…
Tengo miedo a creerme siempre víctima y nunca victimario.
Pido luz.
Pido luz para ver que mis manos también están ensangrentadas,
Tanto como las de los que alguna vez me mataron.

Tengo miedo…
Tengo miedo de llamar al vacío cansancio.
Pido luz.
Pido luz porque la luz es energía,
Fuerza para limpiar la basura que guardo adentro.

Tengo miedo…
Tengo miedo de que estas palabras se queden sólo en palabras.
Y pido luz.
Pido luz para que lo que significan me lleguen al alma.
Que por el ardor de tu luz queden selladas.

Señor, que mis miedos y la oscuridad no me impidan verdaderamente encontrarte.
Señor, que moriste para quien se confunde, no dejes que me vea sólo inocente.
Señor, hazme tragar el polvo del pecado,
porque el polvo existe, es de todos y yo soy parte.
Señor, yo puse el clavo, otro martilló y otro más tironeaba de tu brazo,
Ninguno estuvo ausente…
Señor, una sola cosa quiero pedirte, dame luz, no me pierdas.
Señor, tus brazos murieron abiertos, una cosa quiero pedirte,
si me perdí que vuelva…


Lourdes Danieli
8 de marzo de 2008

viernes, diciembre 19, 2008


«Mirad hecho hombre al Creador del hombre para que mamase leche el que gobierna el mundo sideral, para que tuviese hambre el pan, para que tuviera sed la fuente, y durmiese la luz, y el camino se fatigase en el viaje, y la Verdad fuese acusada por falsos testigos, y el juez de vivos y muertos fuera juzgado por juez mortal, y la justicia, condenada por los injustos, y la disciplina fuera azotada con látigos, y el racimo de uvas fuera coronado de espinas, y el cimiento, colgado en el madero; la virtud se enflaqueciera, la salud fuera herida, y muriese la misma vida»

San Agustín (Sermo 191,1: PL 38,1010).